lunes, 15 de noviembre de 2010



A veces, los daños colaterales de nuestros actos suelen aparecer mucho después de que actuamos. Otras en cambio, los daños ya están presentes antes de incluso movernos o intentar proclamar nuestras intenciones. Y es en estos casos en los que es más difícil actuar y no sentir vergüenza, esa culpa socialmente entendida en la que somos concientes del daño que podemos ocasionar a alguien, tanto con nuestros actos como con nuestras omisiones.

Hay veces en las que los sentimientos tales como la culpa o la vergüenza son el remanente de aquello inmenso que un día sentimos, pero que ya no está más, que creíamos inmenso e inacabable, pero un día como cualquiera, se terminó.

Hay días en los que todo parecía tan gigante y hoy sólo queda ese remanente de los recuerdos, esos que para acariciar tu autocomplacencia intentas creer que sólo son vicisitudes mnémicas, pero muy dentro tuyo sabes que existe más allá de lo imaginable, más allá del lenguaje, más allá de las emociones. Existe porque alguna vez existió, y ni los intentos de subestimarlos como eventualidades mnémicas pueden borrar los recuerdos que litros de alcohol ni noches de confesiones y nicotina no han podido borrar. No se puede borrar porque los daños son irreversibles, porque el egocentrismo no se detiene porque le pidamos clemencia, ni porque nuestros correlatos indiquen lo contrario.

Existen momentos en los cuales el daño es evidente, y la catástrofe es inminente. Los recuerdos son una bomba de tiempo, dinamita pura que espera a que miremos fijamente para que pueda explotar complacida en nuestra cara, esperando que de una buena vez, nuestro egocentrismo pare de gobernar nuestras vidas y por una vez, podamos pensar primero en el daño colateral que ocasionan nuestros actos egoístas más que en alimentar necesidades vacías.

0 comentarios: